Esta historia me la contó una
chica de unos 16 años, y no le sucedió a ella, sino a su madre, una española
que emigró a nuestro país hace unos años para buscarse una mejor vida, al llegar alquilaron una casa sin nada mas que los servicios básicos. Eso
sí, tenía visitantes misteriosos.
Al principio sólo eran sonidos,
rasguños en la almohada que mantenía abrazada mientras trataba de descansar
después de tantas horas de trabajo. Le asustó, cierto, pero mantuvo la calma y
pensó que era su propio agotamiento el que la hacía tener alucinaciones
auditivas. Los rasguños en la cama no son tan inhabituales ¿no?. Muchos los
hemos oído. Son visitantes que quieren comunicarnos que "están ahí
también, que no estamos solos".
La joven vivió con esa extraña
experiencia unos días y terminó por acostumbrarse, pero una noche ocurrió algo
terrible. Estaba tumbada en la cama, descansando, su marido estaba afeitándose
en el cuarto de baño, y de pronto unas lucecitas de un tamaño algo mayor que el
de las canicas, blancas azuladas y brillantes, comenzaron a salir de debajo de
la cama.
Subieron, ascendieron hasta
ponerse encima de ella, y bailaron.
La chica las miró estupefacta,
tragó saliva y respiró profundamente. ¿Qué era aquello? ¿De dónde salían? ¿Qué
las producía?
Y entonces las luces comenzaron a
bailar con movimientos más bruscos, y una poderosa fuerza salió de ellas. La
chica notó esa fuerza en puñetazos y patadas invisibles que la golpeaban y
estampaban contra las paredes... Gritó, y su marido se cortó con la gillette.
Cuando él iba a salir la puerta del cuarto de baño se cerró de golpe.
La joven española emigrante
sufrió una paliza que la dejó destrozada, y no pudo hacer una denuncia, porque
en qué comisaría de policía iban a escuchar semejante historia sin echarse a
reir.
No volvió a ocurrirle porque
volvió a España entre lágrimas y terrores.
Durante años jamás contó la historia, y cuando lo hizo, fue
para contárselo a su hija -mi confidente-, quien me confesó que su madre no
podía hablar del tema sin echarse a llorar y a temblar.
No es para menos. Su hija también lloró al contármelo.
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